Artículo publicado en el nº 38 de Atlántica xxii


Hace unos meses, la Dirección General de Patrimonio declaró la canción tradicional asturiana «Bien de interés cultural». Unos días después fallecía Silvino Antuña Suárez «El sastre», dueño de la mejor colección sonora sobre el género. Esos dos acontecimientos motivaron este artículo, en el que confluyen varias reflexiones acerca del patrimonio relacionado con la canción tradicional y con la precariedad de artistas, músicos, docentes y hablantes de este lenguaje universal que es la música.

A Silvino lo conocí durante el trabajo de campo de mi tesis doctoral, que estudia la asturianada. A sus 95 años seguía siendo la voz más autorizada sobre el tema, una figura equivalente a Juan Uría o Joaquín Manzanares. Y tenía un sentido del humor proverbial. La última vez que nos vimos charlamos sobre la cuestión: –Silvino, el Principado va a declarar la asturianada «Bien de interés cultural». Y él, ingenioso como siempre: -¡Descubrieron América, compañeru!–.

Silvino «El sastre» abrió en 1952 las puertas de su colección discográfica a quien quisiera aprender los entresijos del cante asturiano antiguo. El recordado José González «El Presi» fue el discípulo más conocido de esta «Academia de la canción asturiana». Por retrógrada que parezca la inmutabilidad del patrimonio artístico, su conocimiento es el rito de paso previo a las necesarias innovaciones o las rupturas creativas que se quieran hacer. Un buen publicista diría: «como mejor se llega al público global, es con un discurso local».

Si poéticamente la asturianada es un grito de libertad, técnicamente es difícil como el Himalaya para un alpinista. Y es un canto tradicional de tipología popular. Tradicional porque su repertorio se transmitió oralmente de generación en generación, y popular porque procede del pueblo. No hay derechos de autor. Hay libertad creativa y no importa la condición social: la gente viene practicándolo durante siglos. Como sería la cosa, que hasta los sacerdotes adaptaron la música religiosa de los libros romanos a la manera del canto popular asturiano desde al menos el s. xv (de ahí nació precisamente la «Misa de gaita asturiana»).

«Todo el mundo, hombres, mujeres y niños, mientras trabajaban en los campos cantan unas pocas notas en repetición interminable». Así escribió el viajero británico Hans Gadow en 1897 sus impresiones sobre los cantos del pueblo asturiano, admirándose de la cantidad de canteros que trabajaban y cantaban en las obras de «…una especie de gran “walhalla” panhispánico». Cuando se inauguró en 1901 la susodicha basílica de Covadonga, «El gaiteru Libardón» graba la inmortal tonada: «Canteros de Covadonga, los que baxáis a La Riera, si queréis beber buen vino, cortexá-y la tabernera».

Esta grabación –la primera conocida– se publicó en 1902 y se custodia hoy en la Biblioteca Nacional. Es lamentable decir que, 113 años después, las fuentes históricas de la canción y la música tradicional asturiana siguen sin catalogarse, digitalizarse y devolverse a su legítimo propietario: el pueblo. La memoria sonora de nuestra canción tradicional debería integrarse en la correspondiente red de archivos y museos de Asturias. Y en internet, que es la red de redes. Lo mejor que la administración podría hacer al respecto era retomar una entidad fundamental –actualmente en letargo– como es el «Archivo de Música de Asturias».

Francisco Arganza y Aquilino García (h. 1920)

Francisco Arganza y Aquilino García (gaiteru), hacia 1920.                    Biblioteca Digital Hispánica.

La canción tradicional no está siendo suficiententente protegida ni transmitida a la sociedad contemporánea, que aún así la reconoce como propia, desconociendo muchas veces el hondo calado histórico de este sentimiento de pertenencia. Esto beneficia a quien actualmente cobra dinero por añadir una estrofa al «Chalaneru», o al que registra la enésima versión del «Asturias patria querida» en los catálogos de entidades privadas como la SGAE. Porque en lugar de representar a los profesionales ante la Seguridad Social o los ministerios correpondientes, las sociedades de gestión parecen vivir a costa de los artistas y de unos ciudadanos diezmados a impuestos y «cánones».

La declaración de la asturianada como «Bien de Interés Cultural» fue presentada como «…una suerte de reconocimiento público al mérito de campesinos, ganaderos, aficionados, etc, que la supieron mantener incluso en tiempos difíciles para este tipo de manifestaciones». Eso está muy bien, pero cuando ya ni siquiera hoy resulta fácil manifestarse en la Puerta del Sol, dedicarse a la música tradicional es un auténtico acto de compromiso artístico. Y me explico:

Entre Niemeyers, Laborales y toda la política del cemento que caracteriza la gestión cultural de nuestro pasado reciente, sigue sin ponerse en valor la cultura propia. Los presupuestos se dilapidan en aras de una visión «cosmopaletista», viéndonos como aquel Madrid de la canción de Sabina, donde «… ya no hay sitio para nadie». No tenemos un archivo público que recoja nuestro patrimonio musical, no hay espacios permanentes y de calidad para la música «made in Asturias» en nuestra televisión autonómica, y tampoco existe un circuito profesional de música. ¿Cuánto tiempo seguiremos los músicos profesionales asturianos sin una red de trabajo como la de otros países civilizados? ¿Cuánto tiempo más vamos a cantar sin red?.